sábado, 21 de marzo de 2015

"El Impuesto Más caro"



   El impuesto más caro por el simple hecho de vivir, en este siglo, bien podría ser el de la soledad y lo peor es que tratamos todo el tiempo de evitarla sin noticias claras de cómo es ese yugo del cual queremos escapar.
   La soledad tiene cierto parecido al antiguo temible viejo  "de la bolsa" a quien ningún chico pudo decir haberlo visto alguna vez y, sin embargo, más de uno temblaba despavorido frente a la sola mención de su nombre por no haber tenido oportunidad de hacer buenas migas con él. Ya grandes, todavía no sabemos que podríamos conocer, enfrentar o mantener excelentes relaciones con todos nuestros fantasmas puesto que todos ellos no pueden respirar en otra parte que no sea en la interioridad de quien decide darles una gran vida.
   La soledad, amenaza terrible para aquellos que no tienen buen trato con su ángel, ni con los ajenos, es la versión femenina de aquél viejo maldito que asustaba a los chicos que no se portaban bien. Ella tampoco puede existir en ninguna realidad que no sea en la trastienda de cada uno de sus gestores tan dispuestos a darle un lugar destacado en su vidas nada más que para pelear todo el tiempo con ella y, de ese modo, darle presencia o hacerla crecer. Buena hija del temor, y la imaginación, la vieja soledad es pícara; adopta cualquier aspecto con la única esperanza de ser aceptada como una moradora más de la inocencia y, llegado ese gran día, poder vivir -y acaso morir- en paz.
   -¿Cómo nacerá eso que, dicen, se llama "soledad"? Tal vez sea el fruto de nuestros secretos intentos de tenerla en nuestras manos -para destruirla- cuando se nos inculca con éxito el miedo de llegar a enfrentarla y como nadie que nos asuste con ella sabe lo que es porque LA soledad no existe como entidad, autónoma, en cuanto estamos ociosos no se nos ocurre nada mejor que colaborar con el susto escondido y fabricar nuestra incomparable soledad (por mucho que nos dejemos ver en variada compañía).
   Como toda obra personal, nuestra soledad no sólo nos toma el nombre y apellido para que se hable del solitario de fulano de tal. ¡Nos pinta de cuerpo entero! la del materialista tiene  el peso de sus ambiciones así como la del lírico, que no es carga para Él, presenta el color de sus sueños más recurrentes. La del egoísta es demasiado grande -y dura- porque esta soledad no es más que una sombra del muro innecesario que se propuso levantar entre sus precaria humanidad y la del resto de sus congéneres. De todas las soledades ninguna tiene la fragilidad  de aquélla que se atreve con un alma generosa. Sucede que entre el dar, y el recibir, el aislamiento tiene que retirarse por el motivo menos pensado que siempre tendrá que ver con la alegría de la entrega y el servicio.
   Es comprensible, es humano que hasta el más pintado esté interesado en convivir con sus propias creaciones desde que hay algo en Él que las ama (aunque sea con dolor). No por otra causa todo creador necesita voluntad extraordinaria para eliminar aquel matiz, aquella idea o rasgo que pueda quitarle coherencia o esa armonía que desea imprimir en su trabajo. Quienes no son creativos no pueden siquiera imaginar cuántos abortos forzados debió sufrir una obra a la que -con total tranquilidad- se califica de mediocre o excelente. Únicamente los creadores pueden saber qué dolorosa es la faena de desechar elementos sólo porque los infelices se ven mal en determinadas combinaciones. El hecho es que pensadores y artistas han descartado mil trazos para poder contentarse con algunos y en tanto esto sucede, irremediablemente, la mayoría de las personas se resisten a tirar a la basura a la más inservible de sus creaciones: a  esa sensación llamada soledad que no tiene nada que ver con el  hecho de estar solos. Cómo descartarla si hasta se la lleva al especialista para ver si el buen señor puede con esa carga tan intolerable como la propia miseria interna de su portador porque -hay que decirlo- su peso es directamente proporcional a la falta  de nutrientes esenciales del ser: conocimientos, idealismo, una vocación bien atendida, proyectos, dolores, amores...
   A todo esto la soledad va. Muchas veces es sólo cuestión de mirarla fijo porque puede suceder que llamemos con su nombre a otros estados internos porque, ¡si todavía no lo dije! ese lamentable estado es nada más  que un desvelo. Consiste en perder hasta el sueño por estar en presencia de la nada y mitigar esa vigilia con sensaciones diversas que suelen describirse   como amargura, desasosiego, ansiedad... Aquellos que no tienen compañía humana sin darse por enterados, porque tienen la cabeza poblada de estrellas y por eso un horizonte siempre a la vista, pueden decir con autoridad que cada uno tiene en su soledad a un impuesto especial que se impone a sí mismo. Si es demasiado caro, si parece injusto, si luchamos por evadirlo, si es una carga que nunca imaginamos, y mucho menos deseamos, estamos inscriptos en el pésimo negocio de la inocencia porque -¿por qué será?- hasta somos capaces de imaginar que en cada esquina está la bruja soledad esperándonos, cuando no buscándonos, como si se tratara de una entidad poderosa que nada tiene que ver con nosotros y, para colmo de males, suponemos que de sus garras no es posible escapar.