viernes, 6 de noviembre de 2015

"Martina y Las Violetas"

Congreso de la Nación
    Hay personas que, sin haber recibido una capacitación extraordinaria, lo mejor que saben hacer es el milagro cotidiano de alimentar bien a sus hijos, por dentro y por fuera, hasta hacer de ellos magníficas personas como lo consiguió Martina, madre de un excelente cirujano y abuela de Florencia quien, muy próxima colega de su padre y a pesar de cierto apuro por formar una familia, no economizaba las visitas a su abuela por quien sentía devoción. Tomar el té con "Abu" era una fiesta para Florencia porque todo era motivo de risa -y de jolgorio- y cuando había que hablar en serio, la sabiduría de los años se imponía a la impaciencia de la juventud. Cierta día, Martina cayó en la cuenta de que estaba cumpliendo un año de encierro en su casa. Primero por el post operatorio de una intervención quirúrgica y después, por su pésima relación con el invierno. Pero ya estaba bien instalada la primavera y Martina se dio permiso para tener un antojo:
   -Tengo ganas de ver cómo está Buenos Aires. Cómo me gustaría pasear por los lagos de Palermo. ¿Cuándo podrías acompañarme? 
   -Mañana mismo-Respondió su nieta en el acto y acordó con la asistente de su abuela los detalles necesarios para salir de gira por la ciudad.

Una vista de los Lagos de Palermo
   Lo primero que quiso hacer Martina fue saludar a su mejor amiga, dueña de una tienda del barrio. Lo siguiente ir a visitar al Padre Miguel en la iglesia de Don Bosco, donde se había bautizado, confirmado y casado su hijo Daniel. Florencia estaba tan encantada con el paseo que filmó a su abuela en Plaza de Mayo; dando de comer a las palomas junto a la fuente del Congreso; en el Planetario; en el monumento en honor a los españoles y, llegado el mediodía, hubo picnic en el rosedal de Palermo con todas las de la ley  es decir, con pastel de manzana incluído. Cerca de las cinco de la tarde Martina, atenta a los impulsos de su corazón viajero, invitó a tomar el té en "Las Violetas" de Almagro y allí pasaron una tarde inolvidable. En la primera mesa donde Martina posó la mirada descubrió a una vecina muy querida con quien no se veía desde "hacía siglos". No terminaron los abrazos cuando se acercó uno de los mozos para preguntar:
   -¿Y a mí no me saluda?
   Era un ex compañero de su hijo en la escuela primaria. Otra emoción y fueron más porque, en plena ceremonia del té, el florista de la esquina le alcanzó un ramo de su flor preferida, unos crisantemos en su mejor momento, que le hacía llegar otro vecino de mesa en quien Martina no había reparado: su peinador de toda la vida.
   -Pobre Racing, Pablito
   -No hay mal quqe dure cien años- la consoló el muchacho que ya peinaba canas.
   -Ni tonto que lo resista, completó Martina encantada de hacer sociales en tan linda tarde de octubre. Como si hubiese sido poco, la casa invitó el té en honor a tan asidua concurrente de otros días cuando "Las Violetas" era, como lo es hoy para muchos porteños, el rincón más cálido de la ciudad hasta el punto de imponer frases como: "vengo de violetear"
Rivadavia y Medrano
    Martina no se marchó de este sitio emblemático de Buenos Aires sin dar una mirada enamorada a sus vitrales y nuevamente en casa se le dio por patear los zapatos con tanta energía que por poco no perfora el cielo raso de su linving. El trámite siguiente, y urgente, fue ponerse el camisón, meterse en cama y algo más:
   -Ven pichona -le dijo a su nieta- Muchas gracias por este gran día. ¡Lo necesitaba tanto! pero quiero decirte algo: a esta edad lo único que uno hace es dar trabajo. Hoy tenías que salir con tu novio; no precisamente conmigo y si hay algo que NO ACEPTO es ser un  paquete al que hay que llevar de aquí para allá. Todo lo que debí hacer ya lo hice... si hasta pude darme el lujo de este paseo espectacular con mi nieta tan buena, mi querida, tan bella persona...
   -El cansancio te hace decir pavadas abuela -la interrumpió Florencia con  un nudo en la garganta y siguieron sus palabras cariñosas que le iba dictando el corazón pero,  su abuela ya no podía oírlas. Sencillamente, y por propia decisión, había dejado de ser un bártulo.