viernes, 13 de noviembre de 2015

"Armas Poderosas"





 





Un capítulo de mi libro "El país de los hombres......."
  
   Ahí estaban sus manos resecas a las que no había protegido como a su cara, ni les había colocado coraza como a su ser interno para que no lo hicieran sufrir. Simplemente las había dejado dar y a la hora de volver a considerarlas ya casi no le pertenecían lo mismo que las pasiones  en franca retirada porque su estado de ánimo comenzaba a manifestarse como una somnolencia muy dulce que invitaba al descanso. Sí. Había que detenerse. Pero como tadavía faltaba una revisión detallada, la mujer de los mil años con su risa sanadora, y sus pupilas dilatadas, al cabo de mucho lidiar en tan fantástico país comenzó a recorrerlo por última vez.
  Ahí estaba el salón de su última conferencia cerrándose a sus espaldas cuanto antes para no dejar escapar ni una de sus palabras finales mientras que las otras quedarían bien guardadas en sus libros. Sí. Claro. Sus palabras. Sus únicas pertenencias de lujo que habían sido mil veces más valiosas que el dinero y muchísimo más poderosas que un arma nuclear. Pensándolo bien ¡qué rica había sido Agustina! y ella... sin saberlo. Recién a última hora podía comprender que si de veras había sido invencible, o muy peligrosa para tantos, había sido gracias al privilegio de haber podido empeñarlas, gastarlas a voluntad, repartirlas y, en suma, poder contar con ellas en todo momento. Era un hecho indiscutible que Agustina había hablado siempre de más lo cual no era extraño en quien lo de quedarse debiendo no había sido -ni en sueños- la característica más sobresaliente de su personalidad. 
   Lo cierto fue que recién al final de los siglos se percató de que la buena (y la mala) palabra le habían permitido alcanzar una solvencia personal formidable que, escondida para ella, nunca pudo ser utilizada por las hormigas que corrían por su sangre con intenciones inconfesables. Eran sus genes -claro- los portadores de tendencias tan peligrosas como la de no poder quedarse callada al menos por una vez.
   Agustina nunca se había detenido a pensar que las palabras habían sido las únicas herramientas que pudo llevar al país en el que nunca se le informó, naturalmente, acerca de las luchas descomunales por confiscárselas. Pero al final lo supo para que supiera, además, que escribir no había sido una borrachera. Había sido uno de esos oficios que uno no recuerda haber deseado dominar pero que, una vez aprendido, no se nos permite dejar de ejercerlo  -ni siquiera desatenderlo- porque la vida se reserva el derecho de cobrar sus enseñanzas con el trabajo del aprendiz. Si hay una empresa que exige producción calificada ésa es la vida aunque se instale en un país de fantasía donde las calles no lleven a ninguna parte por bordear el infinito.
   Desandarlas fue tomar debida nota de incontables pasos innecesarios que debieron pertenecer a algún ritual apócrifo de los miles que circulan entre fantasmas. Agustina era alguien que había tenido caídas innumerables por andar demasiado y con premura pero, además, porque nada de su historia personal pudo ser modificado mientras se ocu de hacer lo que se esperaba que hiciera en beneficio de los hombres sin cabeza que no pueden saber lo que es la gratitud desde que no tienen memoria. De todos modos lo del recuerdo  no es tributo para augustas. Para personas así existen la tramposa admiración, las obligaciones, la ingratitud, la envidia, los proyectiles que nunca las alcanzan y la sombra cada vez más grande de la montaña de caídos en la lucha estéril por destruirlas. Vencidas al principio, vencedoras al fin, muchas veces tienen como única recompensa la de un compañero enamorado a quien poder pasar a buscar en cualquier momento, con cualquier excusa, en el primer barquito tripulado por la imaginación de un chico que pase por el río que improvise la lluvia en la cuneta y, como siempre, con una propuesta inusual:
   -¿Vienes? Te lo prometo a Dios porque te prestaré mis ojos para que puedas verlo o, si quieres, voy a darte entrada libre a la ciudad de mis duendes ¡Cómo! ¿Que no? Bueno, mi lindo Luis, soy un hada más que tira al río su varita.