viernes, 27 de noviembre de 2015

"La Traductora"

   En un importante congreso de pensadores organizado en la ciudad de Buenos Aires, la conferencia más esperada fue la de cierto intelectual que no hablaba castellano pero para ese expositor, como para todos los extranjeros, había  un traductor disponible.
   En un suceso como éste no se descuida ni el menor de los detalles para que todo salga como se espera. B.B. estaba encargado de ubicar a los notables en un semicírculo de asientos  ubicados en el costado izquierdo de los oradores que subirían al escenario. Aquellos asistentes especiales portaban una cinta en sus solapas que los identificaba y cada asiento tenía un cartel con el nombre del eventual ocupante es decir, la misión de B.B. no era muy sofisticada que digamos.
   Sin embargo, a minutos de iniciarse el congreso B.B. descubrió haberse equivocado con los asistentes especiales al advertir entre ellos a una señora que no portaba el distintivo que la acreditara como tal. Más temprano que tarde no iba a tener más remedio que molestar a esa persona tan mal ubicada nada menos que por él pero, ¿y si ella se resistía o provocaba un escándalo?... el atribulado colaborador de aquel congreso de pensadores no sabía qué hacer. Por suerte, no apareció el destinatario de la butaca en cuestión y todo parecía transcurrir como se esperaba. Cada especialista dio lo mejor de sí y sólo faltaba la conferencia del gringo acerca de algo tan misterioso, por muy cotidiano que sea, como lo es "El Señor Tiempo". A esas horas los organizadores del encuentro  ya podían felicitarse por el nivel de servicio que habían brindado a público tan selecto y B.B. se sentía a salvo de cualquier bochorno.Quien debió preocuparse por algo así fue la traductora del último expositor al enterarse de que no podía con él porque el señor no hablaba inglés; hablaba americano y ella no entendía ni jota. Al verla en semejante aprieto, una congresista se acercó para tomar el lugar de la traductora  oficial y todo siguió sobre ruedas. Esa "salvadora" no fue otra que la mismísima mujer colocada por error, por intuición, o simplemente por orden del cielo, en el preciso lugar donde debía estar la señora en ese momento y para tal cometido. Cuando el discurso del norteamericano estaba por finalizar, a un perplejo B.B. se le ocurrió abrir su carpeta para revisar el esquema de trabajo de aquel día y advirtió que no faltaba ninguno de quienes estaban destinados a los asientos especiales que se colocaron en el estrado. En el listado de esas personas figuraban todos tildados como presentes. Había sucedido, sin más ni más, que ¡una silla estaba de más! ¿La traductora providencial se había ubicado por cuenta propia?. No sólo no portaba distintivo alguno en su solapa: ¡no había mujeres destinadas a ese espacio! y el tontín de B.B. sin  advertirlo porque, extraviado en algún recodo de su  tiempo personal, el muy zopenco había estado ausente el tiempo necesario para que la señora arrimara un asiento y se ubicara de lo más campante donde debía estar.
  
¡Ah; pero eso no iba a quedar así! El asistente burlado tenía que hablar con la usurpadora aunque no supiera qué diablos decirle una vez que la tuviera en frente. Tal vez era bueno comenzar por agradecerle su brillante, oportuna, asistencia al orador para, recién entonces, reclamarle por la pésima actitud de colocarse en un lugar que no le correspondía pero... faltaba un detalle a tener en cuenta: nadie en el universo podía hacer semejante cuestionamiento y mucho menos él que se distrajo sólo para dar un paseo por la cornisa peligrosa de una fracción de segundo olvidable. Sí; B.B. no había sido lo eficiente que se esperaba pero, así y todo, la traductora del salvataje no dejaba de ser una desubicada y el distraído crónico la hubiese puesto en su lugar de no haber ocurrido otra extraña situación: la muy pícara, al pasar cerca de B.B. cuando se retiraba del salón de conferencias, lo buscó con la mirada porque aún le quedaba por hacer algo tan importante como guiñarle un ojo con picardía y regalarle una sonrisa cómplice. Faltó que le dijera (tal vez lo hizo en secreto):
   -¿Qué tal bebé?
   -Es una reina -admitió mi amigo casi sin decírselo  y ahí nomás decidió olvidarse del asunto hasta que se le antojó permitirse una nueva escapada por el tiempo... y correr a contármelo.